lunes, 31 de mayo de 2010

Hilos diáfanos.

“Mírate ahora”, dijiste. Mi pecho bramaba, y se rasgaban mis interiores por el rugir de tu garganta. Doscientos intersticios para mí. A ti te servían tres, dos que te dotaban de vida y otro con el que estabas dispuesto a aniquilar las ajenas.
Miles de flechas atravesaron la estancia. Su filo, desbastando el oxígeno, era la representación perfecta de todos tus ideales, tus disimulos y falacias. Pero los portones de verduzco roble volvieron a abrirse y ríos de sangre se desbordaron gota a gota por la roñosa escalinata. Te advertiste, por fin, ahogado en tu charco de premeditaciones, de monomanías y calumnias. Se delineó entonces una preciosa circunferencia, te rodeó, coagulada e intensa. De ella pretendiste deshacerte, pero otra vez, no pudiste. Te desbarató, y todos en la sala te observamos y apuntamos con nuestras lanzas hacia tu estómago, no obstante, solo reímos.
Hizo presencia el viento huracanado. Con él se presentaron tus despechados cómplices, la burla y el griterío. Sin embargo, rudo el capitán, arrió las velas. Prefería impregnarse de espesa sangre que sentirse impulsado, manejado por aquellos que le aborrecían. Sentiste pánico y tu destartalado cráneo se lleno de recuerdos. Se encendió al tiempo el proyector de la memoria, y te conociste una y otra vez, escenas equivalentes, condiciones simples, que redundan para siempre. Buscaste los hilos que te relacionaban con aquella cruz de madera, mal encolada, pero que subyuga y empalaga. Mostraste al público tus órbitas inmaculadas para alzarte y gritar: “¡Marioneta!”.
Con tu aullido el tejado se dividió, y se recogió bajo las aguas de la pertinaz lluvia. El recién inaugurado espacio no dio paso a más sangre, sino a vómitos y desesperanzas.
Se disipó aquel hedor y una extensa y consumida rama, cargó el cincel y el martillo. Se dispuso a taladrar los muros con su pulcra grafía, a agujerear tu cabeza. “Disfraces de vida, marchan, respiran e incluso lloran y ríen, pero caen solas, se desmoronan solas. Lucen pecho y actitud, erguidas con desdichados hilos, translucidos para el dueño, diáfanos para el esclavo”.
Los pies se te habían enraizado al suelo. Lecho que cabalmente enlosaste, que tan eterno y fiel creías, te falló, como tantos otros. Se impregnó de ti, de tus truenos, tus susurros y mensajes. Solamente quiso aprender de ti y desecharte.
Cayó entonces la última hoja, señora de todo lo lóbrego. Recogió los escombros y la escoria del lugar, te engulló a ti y nos masticó a nosotros. En último lugar se frunció sobre si misma y la oscuridad reinó.

2 comentarios:

  1. Esta calro que te sientes cómodo en estas aguas, y que ellas se sienten cómodas contigo.

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  2. El poeta alemán Gotthold E. Lessing decía que no estaba obligado a resolver las dificultades que creaba en sus textos, que daba igual cuan inconexas fuesen sus ideas si con ellas conseguía aportar un material de reflexión.

    Me ha venido a la cabeza tras leer tu texto porque hay en él numerosos intersticios abiertos hacia la libre interpretación, hacia la personal construcción de imágenes o situaciones.
    Pocos relatos consiguen esta exigente participación de los lectores conservando además un rico estilo de escritura que hace que las palabras alcancen la piel como pocas, llegando a producir unas sensaciones físicas que pareces manejar a tu antojo.

    He aquí una lectora agradecida :)

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