martes, 3 de agosto de 2010

Tres lugares por cada mundo

Hoy, sin motivo aparente, me ha parecido algo hermoso continuar este escrito que inicié hace ya un tiempo para dejar constancia de los tres lugares que más me fascinaron mientras viví en Zaragoza, cuando por fin me decidí a desvelar los secretos de la ciudad que me acogía. La diversidad que nos define hace que en poblaciones tan grandes haya rincones para todos los gustos y yo no podía irme sin vibrar con los míos.
Reemprendo este texto porque pretendo (aún a sabiendas de que las pretensiones son tildadas de etéreas) rastrear también los lugares que el mundo esconde para mí en otras ciudades, con ánimo de volver algún día a impregnarme de sus raciones de vida en pequeñas dosis o de que otros puedan hacerlo por mí.

De Zaragoza me quedo con el Teatro del Mercado, la Campana de los Perdidos y la Bóveda. Dos bálsamos para el alma y uno más para el espíritu.

La Campana de los Perdidos y la Bóveda ofrecían acordes en directo, jam sessions de música celta en el primer caso, de jazz en el segundo. Dos cobijos especialmente acogedores donde la imaginación, el deseo y el placer de los sentidos se desplegaban al unísono a modo de agradecimiento hacia aquellas personas que desinteresadamente ofrecían su arte y disfrutaban con ello.

Cantautores, clowns y humoristas de ambos sexos pasaban también, respetuosa y apasionadamente, por esa cuevita ambientada en el medievo que todas las semanas recogía además un ciclo de estimable nombre: poesía para perdidos, en la Campana de los perdidos.

De la Bóveda sólo llegué a conocer la singularidad de sus homenajes al jazz. Los domingos, ya de noche y tras las puertas de un albergue juvenil en la calle Predicadores, apasionadas y apasionados del jazz se reunían transformando el escenario y la bodega abovedada que lo circundaba en un tapiz embriagador que bien podría cobrar vida en una película de Woody Allen. Su estilo característico nos encandilaba sin concesiones: cómodos sillones negros, una copa en la mano y una atmósfera musical cuidada al milímetro que nos excluía por un tiempo de la vulgaridad.

Y, por último, el Teatro de la Estación. Lo reconozco, mi favorito y al que en más ocasiones acudí. Con los ojos cerrados cambiaba una entrada para el Teatro Principal, por muy principal y muy caro que fuese, por otra para este chiquitito templo de la actuación.
Allí, como en ninguna otra parte, actores y personajes pactaban con esmero tu rapto empático: sus miradas expectantes sacudiendo tu confianza, sus suspiros abordando los tuyos, un latir que ya no es sólo uno y que vibraba al ritmo de la carcajada o el desconsuelo.
Ansiosos esperábamos en el hall contiguo a que nos abrieran la puerta hacia un mundo ignorado que sería el nuestro por una hora, hacia una salita que si no conoce grandes obras, sí es partícipe del esfuerzo y la dedicación. Encandiladas por el deleite de la belleza más simple y familiar, corroborábamos nuestra admiración hacia esta profesión y alcanzábamos a comprender que es mucho más que eso, que es satisfacción sincera ante los veinte o quizá treinta espectadores que a duras penas conseguíamos apurar las butacas. Fuese un recital poético (Benedetti, Lorca, ¡qué pasión!) o ligeras comedias teatrales, nos dejábamos llevar por el gozo barato del espíritu libre. Y, de nuevo, la semana siguiente o a los dos días, una obra mejor, otro pálpito conmovedor. Si la vida es sentir, ésta rebosa en el Teatro de la Estación.

Como ya existen demasiados límites a nuestro alrededor, no seré yo quien ponga más y añadiré a estos tres lugares otros que ahora acuden a mi memoria. No puedo evitar citar las zonas arboladas al borde del río en las que tumbarse, si es posible en buena compañía, a observar el discurrir de un Ebro de apariencia apacible y fulgor escondido. Tampoco desmerece, esta vez en soledad, atravesar el casco viejo en un atardecer primaveral u otoñal, suave brisa y rumbo variable, los indecisos pasos dueños del camino. Un vagar que con suerte nos llevará a uno de los bancos cercanos al puente de piedra, para acabar navegando sobre él en una nube de ensueños y nuevos propósitos, aguas abajo el desánimo anónimo.

También en la fuente de la ciudad universitaria se vivía con la primavera un ambiente excepcional, adecentado por el vaivén de las guitarras y por las acompasadas voces de cantautores ocasionales. Y en otros círculos sobre la hierba, jóvenes estudiantes bañados por la luz de una época en la que, ciertamente, la sangre se altera.

Mi última mención para otros dos emplazamientos de inspiración artística: una filmoteca a la que rara vez acudí pero de entrada muy asequible y con ciclos de cine de calidad; y el auditorio de Zaragoza, con una sala polivalente en la que una vez al año se daba una buena oportunidad a incipientes grupos de pop y rock, y con la sala Mozart, tan impresionante en sus noches de óperas elitistas como al verse inundada por las bellas melodías de la música clásica. Hasta aquí algunas razones para soñar despierta.

Y a comer, al Laurel Espiritual ;)

P.D. No cobro comisiones en ningún caso.

1 comentario:

  1. ¡Qué grande Filos! Me ha hecho mucha ilusión recorrer una vez más esos lugares llevado de tu palabra escrita. Me ha gustado el tono escogido, el buen hacer y la amable metáfora de tu personal prosa. No puedo evitar quedarme con el párrafo que incluye: "...las acompasadas voces de cantautores ocasionales".

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