martes, 10 de agosto de 2010

Él.

-¡Qué sosiego!- Exclamó.

La etapa estival había dado a luz a nuevos pareceres. Qué alegría más tonta materializar las posibilidades de reinventarse, poder cambiar esquemas mentales, opiniones o formas automatizadas que confundía, el pobre, con innatas. Ser capaz de pisarlas con descaro para welcomear nuevos pareceres, para habitar rincones muertos y túneles inservibles de su personalidad. Le resultaba alentador, incluso conmovedor según la estima y contemplación que tuviera o siguiera de sí mismo, lo cual no sé concretar todavía. Le empujaba a fantasear la siguiente parada, le producía inanición la sed de experiencias que almacenar en el álbum mental y el hambre de ser humano en formatos varios, idolatrando conceptos como aprender y desaprender por insaturables.


Paseaba por los lugares de los infinitos cruces de miradas y cuerpos que repiten destinos y orígenes en su monólogo interior mientras se debatía entre la cercanía y la lejanía que el contexto había interpuesto entre tú y el, yo y ellos, nosotros y vosotros, entre la posibilidad y la ofensa, entre todo lo que es pasado y le conducía a este ahora, despreciando y admirando por suerte o desgracia. De forma más sutil le producía una sonrisa o un vuelco al estómago el hermano gemelo de la emoción que le aterrorizaba y compartía un punto del discurso que proclamaba su enemigo acérrimo e ilusivo. Sin más ni más, apoyaba o descartaba acciones del mismo ser humano, o rechazaba y alababa la misma acción realizada por diferentes personas.


Señalaba corrompido al culpable de guardia varias veces por semana, aunque ya hacía tiempo que tras profundizar en diversas dudas existenciales había decidido autoculparse sonriente ( en varios puntos) y por lo menos, valga la consideración, no echarle el muerto a nadie, lo cual le exculpaba mucho sobre todo en el ensimismamiento.


Si tras tantos pensamientos destinados a aceptar o rechazar las bases de las que parte el momento puntual y el lugar exacto en el que le ha tocado vivir, con sus positividades, futilidades y negatividades, decidió aceptar e introducirse, formar parte de ello asumiendo los riesgos que produce firmar conociendo la pequeña letra cabrona. ¿ Podía pensarse mejor por creerse capaz de definirlo?

No.

Sí.

No lo sé.

Sabía que estaba dando por supuestas una serie de bases mentales desde las cuales avanzaba, bases propias y críticas, pero la mayoría de ellas solo podía argumentarlas hasta un punto, hasta que alguien demostrara consciente o inconscientemente que una de esas bases podría mejorarse, modificarse, eliminarse, difundirse… Él, desde tu postura de observador, sentía en constantes ocasiones que tras ver tal tenía que cambiar pascual, y que de él solo dependía, que nadie más entraba en juego al hablar de su mente. ¿Cambiaba? ¿Podía cambiar pese a rechazar, por ejemplo, algo que le parecía más lícito? o ¿Quizá algo que le parece más emocionante? , ¿Más verdadero? Si me apuras. Tal vez podría hacer que conviviesen, por el rollo de la riqueza o bueno, simplemente quedarse con la anterior pese a tener ya demasiadas dudas sobre la susodicha. Le preguntaba a su paisaje de turno si era factible, si la mente puede rescatar de la realidad pareceres que asimilar, si no era aconsejable guiarte en unos adoptados como válidos.


-¡Qué desasosiego!- Reclamó.

1 comentario:

  1. Grachie Rachel Merrick por traer de nuevo tu prosa intensa y rica a Ecos Afónicos. Otra vez que la admiro y consigues desperezar a mis adormiladas neuronas. Una entrada con la que sigues empeñada en no bajar el nivel. En mal lugar me dejas :D . Pero te diré algo…

    …Pobre muchacho afortunado. Desde el éxtasis de sus capacidades es hábil para conmoverse y desplegarse entusiasmado entre el tú, el yo y el nosotros. Hoy ¿cómo no pensarse mejor al avanzar consciente de la letra cabrona? ¿qué remedio nos queda? Y además, ¿mejor que quién? ¿mejor ante los demás a cuya comparación siempre acudimos inevitablente? ¿O mejor ante las posibilidades que uno mismo se ofrece? Me quedo con la última, por más honesta y peligrosa.
    Decía Alejandra Pizarnik, citada por Aristarain en Lugares Comunes, que “el despertar de la lucidez puede no suceder nunca, pero que cuando llega, si llega, no hay manera de evitarlo, y que entonces se queda para siempre". Eso y que "si uno puede conservar la cordura y cumplir con normas y rutinas en las que no cree es porque la lucidez nos hace ver que la vida es tan banal que no se puede vivir como una tragedia..." blablablá.
    Nuestro amigo es un lúcido y el verano le ha sentado bien. Que le saque el jugo a esta época de la vida en que las palabras le seducen, que juegue a diseccionar sus pensamientos y los ordene a su antojo, que privilegie, descarte y asuma seguro de sí y de la inestabilidad de sus convicciones. Que se regocije en este juego, joder; y es que es, por ahora, su baza ganadora. Y, sobre todo, que aproveche esos cruces de cuerpos y miradas, que disfrute nuestro lúcido de este modo de pasar por la vida en el que más que nunca eres tú y más que nunca precisas del otro. Creo que él sabe, o que al menos intuye “que no hay nada en el mundo que produzca una alegría tan grande y tan verdadera como el hallazgo de un alma verdadera que nos abre sus puertas” (Werther-Goethe).
    Quizá no pase mucho tiempo antes de que se encuentre inerme y ocultándose ante su propia lucidez, asustado por su puta manía de enunciar verdades que hieren y presentar estoica la futilidad de las cosas. Ay! deseo que se fije en la letra chica, que se conozca a sí mismo y al mundo que le rodea para no dejarlas pasar, para verlas venir a todas. Así su verano encubrirá al invierno, porque lúcido es aquel que “trae la luz que permite la visión interior, el bien y el mal, todo junto, el placer y el dolor. La lucidez es dolor y el único placer que uno puede conocer, lo único que se parecerá remotamente a la alegría será el placer de ser consciente de la propia lucidez. El silencio de la comprensión, el silencio del mero estar”.

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