domingo, 22 de agosto de 2010

Vida, amor y sus mentideros

Digamos que el amor es vida. Enseguida me explico. Pongamos que el amor es ese impulso que te lleva a tener en alta consideración a cualquiera que sea el ente, correspondido o no, por una razón paradójicamente más o menos razonable, por el que se siente una atracción especial. Una sensación que provoca en tu organismo la, digámoslo así, necesidad de cuidar, el deseo de que no solo tu actividad te reporte satisfacción sino de que esta contribuya al crecimiento de la otra parte implicada en este dúo. Con este primer esbozo trato -no con mucha fortuna, lo sé- de no acercarme a una definición convencional del amor entendida con el paradigma hombre y mujer, hombre y hombre, mujer y mujer, hombre y animal o el resto de combinaciones amorosocarnales que queráis crear, eso ya lo dejo a las perversiones de cada uno. En definitiva, me refiero al amor en general, a adaptar ese comportamiento subconsciente al restante abanico de opciones de amar que se nos brinda en esta vida por la especial condición del ser humano.

Quizás eso es lo que nos diferencia, quizás eso es lo que es la vida. Filosofía barata, ya lo sé; por otra parte, resulta bastante práctica. Poner en juego nuestra integridad, nuestra cartera, nuestra vida social o nuestra salud mental en pro de algo que vemos como superior, y no se puede sacar de esta retahíla a -en mi caso particular- la mujer, pero... Pero tenemos una cuestión que abordar. ¿No es demasiado fácil amar a una mujer, demasiado obvio, demasiado instintivo, demasiado animal? Esto enlaza con lo que podría ser la pregunta principal -si es que la hay-, partiendo de que asumimos que amar es vivir y que amar a una mujer -me meto en una afirmación laberíntica por todos los matices que habría que apuntar- es como un legado o herencia perenne de nuestra ascendencia y naturaleza animal -lo que implica que concebir el amor más como irracional y físico que como lógico, algo es normal y para nada rechazable, al contrario-; por lo tanto, la vida que en teoría debería conocer y perseguir el ser humano, de acuerdo a sus capacidades y potencialidades, es la del amor a lo abstracto, a lo intangible, a las ideas, el conocimiento, a la búsqueda de aquello que nos es imposible alcanzar con el tacto de nuestras manos, solo mediante el uso -y disfrute, si no de qué serviría amar- del intelecto.

Es momento de retomar la primera parte, la que trataba sobre el amor. El amor nos hace cuidar, tener en alta estima, esforzarnos, destruir o reforzar nuestras ideas. El impulso. La pasión. Quizás el combustible que nos hace mover nuestras máquinas humanas, ese resorte imparable en el pecho, es el amor, es la vida, porque lo más importante de amar, de querer, es que tu yo cobra vida y se yergue en realidad, es que eres autosuficiente: haces, y no te hacen. Tomas el control, cuando haces algo por amor, del camino que tomas, decides; y, a pesar de las circunstancias, si es amor, sigues, mientras haya una posibilidad. Tú pasas, de algún modo u otro, por la vida, no es la vida la que te arrastra en su curso. Lo mejor de todo es que en ese proceso el crecimiento es recíproco, luchas por mejorar a la otra parte y a la vez esto te hace crecer, claro que en mayor o menor medida según tu elección y también según el punto de vista del que se quiera observar ese desarrollo -este crecimiento mutuo asimismo incluiría la relación amorosa normalmente entendida-.

Es sin duda una bellísima y estremecedora forma de ser egoísta. Porque en el fondo todo acto, aunque sobre el papel sea altruista, lo llevamos a cabo porque a nosotros mismos nos beneficia. Y que no se me malinterprete: el más desinteresado de los actos es egoísta porque al final eso nos devuelve una mayor satisfacción. También depende de los valores: si una persona es generosa, es egoísta prestando algo, porque el coste de ese esfuerzo lo cubrirá con creces la satisfacción de ayudar al otro. Entendiendo así el egoísmo, creo que nadie hace nada que no sea egoísta, que quebrante sus principios, por voluntad propia. Un avaro mandará a tomar por culo a quien le pida algo prestado.

No os preocupéis si esto se ha desviado un poco, yo mismo he perdido el hilo. A lo que iba, en definitiva: la capacidad de amar es un regalo precioso y desperdiciarlo en amar instintivamente, como animales, es de necios. Hay que amar a las ideas, hay que follarse a las mentes, que diría aquel. Y lo dice el que se come la cabeza por varias mujeres distintas cada semana, pero es que eso no puede ser así. No desdeño ese tipo de amor pero es una droga del bienestar, que nos encierra y nos limita, que nos reduce el mundo y los grandes problemas a un par de tetas pegadas a un tronco y a que si ahora deshojo la margarita y es que sí, y que si la vuelvo a deshojar y no te quiero y a llorar.

Por un lado, amar a una mujer, cuidarla y procurarle el mejor de los sinos, y si es posible, que te lo recompense -no sé si suena machista, espero que no, simplemente estoy siendo estándar, y la recompensa no son mamadas porque has traído dinero a casa-; por otro, amar la filosofía, estudiarla, perderte en sus malévolas elucubraciones, engrandecerla y alimentarla y que te haga crecer como persona. No sé si son compatibles, espero que sí, pero desde luego este verano he comprendido que la segunda debe primar sobre la primera, aunque en la práctica sea tarea ardua.

Sin embargo, a lo mejor el problema reside en mí y deberíamos olvidar lo que he escrito. El problema de que siempre necesito un argumento para cada acción, una razón para hacer; con un fundamento, por débilmente elaborado que esté, cualquier acto se justifica. Obviamente, hay escalas y negros, blancos y grises, pero así es para mí; y precisamente por ello, aunque lo acepto por su innegable -aunque escurridiza e inconcebible- realidad, el amor irracional está para mí por debajo de lo que sería amar la razón, el logos. Pensáoslo dos veces la próxima vez que queráis follar como animales.

martes, 10 de agosto de 2010

Él.

-¡Qué sosiego!- Exclamó.

La etapa estival había dado a luz a nuevos pareceres. Qué alegría más tonta materializar las posibilidades de reinventarse, poder cambiar esquemas mentales, opiniones o formas automatizadas que confundía, el pobre, con innatas. Ser capaz de pisarlas con descaro para welcomear nuevos pareceres, para habitar rincones muertos y túneles inservibles de su personalidad. Le resultaba alentador, incluso conmovedor según la estima y contemplación que tuviera o siguiera de sí mismo, lo cual no sé concretar todavía. Le empujaba a fantasear la siguiente parada, le producía inanición la sed de experiencias que almacenar en el álbum mental y el hambre de ser humano en formatos varios, idolatrando conceptos como aprender y desaprender por insaturables.


Paseaba por los lugares de los infinitos cruces de miradas y cuerpos que repiten destinos y orígenes en su monólogo interior mientras se debatía entre la cercanía y la lejanía que el contexto había interpuesto entre tú y el, yo y ellos, nosotros y vosotros, entre la posibilidad y la ofensa, entre todo lo que es pasado y le conducía a este ahora, despreciando y admirando por suerte o desgracia. De forma más sutil le producía una sonrisa o un vuelco al estómago el hermano gemelo de la emoción que le aterrorizaba y compartía un punto del discurso que proclamaba su enemigo acérrimo e ilusivo. Sin más ni más, apoyaba o descartaba acciones del mismo ser humano, o rechazaba y alababa la misma acción realizada por diferentes personas.


Señalaba corrompido al culpable de guardia varias veces por semana, aunque ya hacía tiempo que tras profundizar en diversas dudas existenciales había decidido autoculparse sonriente ( en varios puntos) y por lo menos, valga la consideración, no echarle el muerto a nadie, lo cual le exculpaba mucho sobre todo en el ensimismamiento.


Si tras tantos pensamientos destinados a aceptar o rechazar las bases de las que parte el momento puntual y el lugar exacto en el que le ha tocado vivir, con sus positividades, futilidades y negatividades, decidió aceptar e introducirse, formar parte de ello asumiendo los riesgos que produce firmar conociendo la pequeña letra cabrona. ¿ Podía pensarse mejor por creerse capaz de definirlo?

No.

Sí.

No lo sé.

Sabía que estaba dando por supuestas una serie de bases mentales desde las cuales avanzaba, bases propias y críticas, pero la mayoría de ellas solo podía argumentarlas hasta un punto, hasta que alguien demostrara consciente o inconscientemente que una de esas bases podría mejorarse, modificarse, eliminarse, difundirse… Él, desde tu postura de observador, sentía en constantes ocasiones que tras ver tal tenía que cambiar pascual, y que de él solo dependía, que nadie más entraba en juego al hablar de su mente. ¿Cambiaba? ¿Podía cambiar pese a rechazar, por ejemplo, algo que le parecía más lícito? o ¿Quizá algo que le parece más emocionante? , ¿Más verdadero? Si me apuras. Tal vez podría hacer que conviviesen, por el rollo de la riqueza o bueno, simplemente quedarse con la anterior pese a tener ya demasiadas dudas sobre la susodicha. Le preguntaba a su paisaje de turno si era factible, si la mente puede rescatar de la realidad pareceres que asimilar, si no era aconsejable guiarte en unos adoptados como válidos.


-¡Qué desasosiego!- Reclamó.

martes, 3 de agosto de 2010

Tres lugares por cada mundo

Hoy, sin motivo aparente, me ha parecido algo hermoso continuar este escrito que inicié hace ya un tiempo para dejar constancia de los tres lugares que más me fascinaron mientras viví en Zaragoza, cuando por fin me decidí a desvelar los secretos de la ciudad que me acogía. La diversidad que nos define hace que en poblaciones tan grandes haya rincones para todos los gustos y yo no podía irme sin vibrar con los míos.
Reemprendo este texto porque pretendo (aún a sabiendas de que las pretensiones son tildadas de etéreas) rastrear también los lugares que el mundo esconde para mí en otras ciudades, con ánimo de volver algún día a impregnarme de sus raciones de vida en pequeñas dosis o de que otros puedan hacerlo por mí.

De Zaragoza me quedo con el Teatro del Mercado, la Campana de los Perdidos y la Bóveda. Dos bálsamos para el alma y uno más para el espíritu.

La Campana de los Perdidos y la Bóveda ofrecían acordes en directo, jam sessions de música celta en el primer caso, de jazz en el segundo. Dos cobijos especialmente acogedores donde la imaginación, el deseo y el placer de los sentidos se desplegaban al unísono a modo de agradecimiento hacia aquellas personas que desinteresadamente ofrecían su arte y disfrutaban con ello.

Cantautores, clowns y humoristas de ambos sexos pasaban también, respetuosa y apasionadamente, por esa cuevita ambientada en el medievo que todas las semanas recogía además un ciclo de estimable nombre: poesía para perdidos, en la Campana de los perdidos.

De la Bóveda sólo llegué a conocer la singularidad de sus homenajes al jazz. Los domingos, ya de noche y tras las puertas de un albergue juvenil en la calle Predicadores, apasionadas y apasionados del jazz se reunían transformando el escenario y la bodega abovedada que lo circundaba en un tapiz embriagador que bien podría cobrar vida en una película de Woody Allen. Su estilo característico nos encandilaba sin concesiones: cómodos sillones negros, una copa en la mano y una atmósfera musical cuidada al milímetro que nos excluía por un tiempo de la vulgaridad.

Y, por último, el Teatro de la Estación. Lo reconozco, mi favorito y al que en más ocasiones acudí. Con los ojos cerrados cambiaba una entrada para el Teatro Principal, por muy principal y muy caro que fuese, por otra para este chiquitito templo de la actuación.
Allí, como en ninguna otra parte, actores y personajes pactaban con esmero tu rapto empático: sus miradas expectantes sacudiendo tu confianza, sus suspiros abordando los tuyos, un latir que ya no es sólo uno y que vibraba al ritmo de la carcajada o el desconsuelo.
Ansiosos esperábamos en el hall contiguo a que nos abrieran la puerta hacia un mundo ignorado que sería el nuestro por una hora, hacia una salita que si no conoce grandes obras, sí es partícipe del esfuerzo y la dedicación. Encandiladas por el deleite de la belleza más simple y familiar, corroborábamos nuestra admiración hacia esta profesión y alcanzábamos a comprender que es mucho más que eso, que es satisfacción sincera ante los veinte o quizá treinta espectadores que a duras penas conseguíamos apurar las butacas. Fuese un recital poético (Benedetti, Lorca, ¡qué pasión!) o ligeras comedias teatrales, nos dejábamos llevar por el gozo barato del espíritu libre. Y, de nuevo, la semana siguiente o a los dos días, una obra mejor, otro pálpito conmovedor. Si la vida es sentir, ésta rebosa en el Teatro de la Estación.

Como ya existen demasiados límites a nuestro alrededor, no seré yo quien ponga más y añadiré a estos tres lugares otros que ahora acuden a mi memoria. No puedo evitar citar las zonas arboladas al borde del río en las que tumbarse, si es posible en buena compañía, a observar el discurrir de un Ebro de apariencia apacible y fulgor escondido. Tampoco desmerece, esta vez en soledad, atravesar el casco viejo en un atardecer primaveral u otoñal, suave brisa y rumbo variable, los indecisos pasos dueños del camino. Un vagar que con suerte nos llevará a uno de los bancos cercanos al puente de piedra, para acabar navegando sobre él en una nube de ensueños y nuevos propósitos, aguas abajo el desánimo anónimo.

También en la fuente de la ciudad universitaria se vivía con la primavera un ambiente excepcional, adecentado por el vaivén de las guitarras y por las acompasadas voces de cantautores ocasionales. Y en otros círculos sobre la hierba, jóvenes estudiantes bañados por la luz de una época en la que, ciertamente, la sangre se altera.

Mi última mención para otros dos emplazamientos de inspiración artística: una filmoteca a la que rara vez acudí pero de entrada muy asequible y con ciclos de cine de calidad; y el auditorio de Zaragoza, con una sala polivalente en la que una vez al año se daba una buena oportunidad a incipientes grupos de pop y rock, y con la sala Mozart, tan impresionante en sus noches de óperas elitistas como al verse inundada por las bellas melodías de la música clásica. Hasta aquí algunas razones para soñar despierta.

Y a comer, al Laurel Espiritual ;)

P.D. No cobro comisiones en ningún caso.